jueves, 16 de febrero de 2012

El sótano


Por el cristal esmerilado de la ventana del techo, bajaba una luz lechosa y densa. Yo me preguntaba la hora exacta que sería; y, mientras tanto, un grupo de niños jugaba en el patio a la rayuela.
El dilema del sótano no dejaba a nadie indiferente pero resultaba vital que incluso cuando todo estuviese ya planeado, alguien se animara a bajar los escalones.
Lo irreal se sucedió un primero de mayo. La luz blanca del sol se contraponía a la oscuridad del sótano que también enceguecía aunque por motivos bien distintos: mientras que la primera adormecía y daban ganas de engordar, la segunda te consumía hasta lo irrisorio y ya se empezaba a notar la frialdad del polvo.
Extrañamente el cucú no marcaba las horas consabidas y todos temíamos una nueva estratagema de esqueleto.
Es preciso remarcar, para una mejor comprensión de los hechos, que no todos los días se baja a una dimensión desconocida. Los baúles atiborrados de trastos incitaban a uno a revolver dentro de sí. No es fácil resarcirse de la ira de los vestidos viejos y arrugados, acongojados a gritos por las polillas del insomnio. Menos aún volver a calzar viejos zapatos con suelas que se salen para afuera como lenguas hipócritas dispuestas a lamerte las heridas del tiempo. ¿Pero es necesario repetir hasta el infinito que todo esto es imposible? Y sin embargo cuanto más se repite más parece uno un estúpido, un loco, ante aquellos que te miran con ojos de hospital.
De pronto una libreta se abre en mi mente con anotaciones de agua. ¿Cómo interpreto una frase escrita hace mil años con la sangre de un suspiro? Leo esto: “Hoy es viernes, tentáculos adormecidos surgen de la nada y me estrangulan con caricias lentas. Así: ahogada en la caída de una gota, en medio de las ondas blandas que nadan a la orilla. Así: me voy.”
Enseguida un maniquí negro se inclina a mi paso de silencio, deseoso de probarse mi alma. Mientras tanto, en un rincón oscuro, los vestidos celosos asoman y parpadean, haciendo grandes guiños con los ojos.
Y me pregunto ¿Aún no ha llegado el niño que dormía en la cuna de plástico? Con sus barrotes blancos como finas estatuillas de marfil que suben y bajan y no atinan a encajarse. En sus continuos vaivenes forman barandas de escaleras, cárceles de hueso, hierros de ventanas, siempre intentando prohibir la entrada o la salida al vacío de un infierno poco conveniente, en el que bullen como burbujas intoxicadas las ideas histéricas.
Las bicicletas de mi infancia se deslizan ahora como pájaros disecados con ruedas en los pies. ¡Todo aquello me resulta tan distante! Sobre el vidrio esmerilado del techo siguen jugando a la rayuela y alguien planea en susurros un túnel subterráneo.
Repito: todo esto está tan lejos, que aunque el maniquí negro se apure a abrir las sábanas de seda y recostándose hacia a un lado de la cama, de dos palmaditas en el medio, siento que soy más frígida y hermética que todas las novias de las brillantes vidrieras de cuyas densas pestañas se enamoran los novios para siempre.
Pero el niño de plástico llegó, se acercó a mí, e inclinando su rojiza cabezota me incitó a arrojarle una moneda. Yo deslicé el metal por la pequeña ranura y luego el cupido voló con sus pequeñas alitas circulares mientras una lágrima de acero rodaba hasta mis pies.

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