jueves, 16 de febrero de 2012

Hospital de muñecas


En los días soleados, los muebles de roble de mi abuela resplandecían de una luz otoñal, y toda la casa se impregnaba de una fragancia que olía a fruta y a madera fresca. Ella solía decirme: "No toques esto, querida; no toques esto", y es que no le gustaba que husmearan en sus muebles, en los que guardaba celosamente, y con llave, todos sus secretos.
               
Al morir, mamá los vendió todos y se compró un costoso y finísimo tapado de piel. En vano saltaron mis lágrimas rabiosas o mis continuados y múltiples lamentos: al entrar en la casa, el comedor me recibió solo y vacío, únicamente la luz que entraba del balcón era la misma y, cual un bostezo mágico de sueño, me recordaba un poco la presencia de Abuela.
La habitación se llenó muy pronto de otra gente, unos niños se arañaron y rieron justo en el mismo sitio donde antes reñíamos nosotros. Y era natural y esperanzador descubrir que habíamos crecido.
Pero eso fue después, después de la noche larga en que conocí a Abuela
-Abuela no era Abuela, Abuela estaba adentro de sus muebles, cerrada con llave y en la sombra-; porque Abuela se me presentó en toda su maldad y en toda su magnificencia.
Ayer, tras rememorar todo aquello, volví a la habitación y encontré pelos en el cajón de su cómoda. Fue todo un detalle y una sorpresa para mí. Gracias, Abuela (me hacía ilusión tocar la aspereza de tu pelo; pero… ¿cómo llegaste a saberlo?, ¿adivinabas mis palabras antes de que fueran pronunciadas?). En el segundo cajón, y escondido entre la ropa, descubrí un álbum; en el tercero, nada: basura, tickets de compra, galletitas empapadas de perfume, una botella medio vacía de colonia y una cajita de fósforos.
Hojeé el álbum con detención. Se trataba de fotos viejas, blanco y negro, en las que varias jóvenes, de aspecto alegre y distendido, se tomaban de la mano o reían, con una inocencia inusitada. No reconocí a Abuela, aunque a decir verdad, podría haber sido cualquiera de aquellas jovencitas con sombrero campana y vestido hasta el tobillo.
Cuando me decidí a guardar el álbum, una foto se soltó rebelde de entre las muchas que había sueltas, y cayó al piso. Me llamó la atención porque en ella aparecía una mujer de negro, sentada y con mirada hirsuta, sosteniendo en sus brazos una extraña muñeca. La muñeca llevaba un vestido blanco como de gasa o tul fruncido al talle, era de pelo oscuro y su piel lucía fina y frágil como la suave piel de un bebé.
Al abrir la cajita de fósforos, y para mi sorpresa, encontré allí mismo la muñeca novia. Tenía unos ojos amplios y brillantes como dos espejos constelados. Me incliné un poco más sobre el féretro para captar el secreto de aquella desnudez, pero la muñeca continuó muda e intacta reflejando las estrellas y no se movió, no pestañeó siquiera. Sin embargo algo cedió cuando toqué su rostro pálido y genuino como una luna, algo se ablandó al contacto de mis gemas, algo que se abrió paso en mi interior como un beso o como la necesidad de besar, que viene a ser lo mismo. La cogí en brazos y me fui corriendo. Fueron los días más felices de mi vida. La quería igual que a una hija, con pasión enfermiza y adoración malsana. Fue con posteridad a este hallazgo que fundé la casa, una clínica para muñecas, cerca del lago del castillo.
Al principio estábamos siempre solas, pero luego comenzó a venir tal gentío que no daba abasto con tanto trabajo y muy pronto la boutique se revistió de vida y color cuando comenzaron a acudir los pacientes: osos tuertos de peluche; muñecos de pasta, de goma, de cartón, de celuloide; muñecas amputadas, calvas o con el pelo apelmazado; nenucos tatuados con bolígrafo… Todos demandaban mi cariño y atención y esperaban ser restaurados, claro.
Lo más difícil era la restauración del pelo, usaba unas agujas largas y finísimas de metal y debía tener mucho cuidado en no pincharme. Algunas muñecas necesitaban sólo un retoque de pintura y eso no me demandaba mucho tiempo. Otras en cambio requerían costura y otras que se les restauraran las pestañas o los ojos.
A fin de hacer más ordenado mi trabajo, lo mantenía todo cuidadosamente limpio y a disposición: en un estante, las cabezas -que daban gracia y colorido a la sala-, en otro más abajo los cuerpitos, en otro solo piernas, brazos, pies y manos. Las piezas más pequeñas como ojos, narices y bocas, las guardaba en los cajones de la cómoda; y en las cajas más grandes del sótano depositaba los rellenos y el vestuario.
Un día vino una muñeca quemada a la que su propietaria había metido en el horno creyendo que era un hospital. Tuvimos que cambiarle la cabeza. Tuvimos, sí, digo bien: Elda y yo. Si aún no la he mencionado es porque su sólo recuerdo me produce escalofrío. Elda era mi ayudanta, mi mano derecha. Fue menester contratarla ya que, como mencioné anteriormente, no daba abasto con todo el trabajo yo sola y había noches en las que no dormía. Y si lo hacía, era porque me quedaba dormida; aunque en cualquier caso continuaba mi trabajo en el sueño, lo cual resultaba agotador y desesperante. Elda tenía ojos de pájaro, unos ojos rasgados y sin iris, no me inspiraba confianza; además siempre se aparecía por atrás, de improviso, con las dos manos juntas y en actitud suplicante, y esa falsa modestia me repugnaba. ¡Si hubiera hecho caso de mi instinto! ¿Por qué será que descuidamos tales ruegos? Creemos en el dinero como en Dios y en lo que dicen los astros y las leyes, cuando sólo con el instinto y en un segundo se pueden conseguir ¡tantas cosas!: si sólo confiáramos en nosotros, seríamos nuestro propio oráculo y nuestra más certera predicción.
Pero confié en ella, es cierto. Y todo porque me trajo una carta en la que presumía, entre otras muchas experiencias, de haber sido la cuidadora oficial y restauradora maestra de todas las muñecas y juguetes de la reina. ¡Esa pájara! Y hacía tan bien su trabajo, con tanta eficiencia y dedicación, que me tragaba mis antipatías y guardaba silencio porque en realidad y para mi mayor tormento no había nada que reprochar. Ella llegaba todos los días a las siete y media, colgaba su abrigo negro de piel de astracán, se ponía la bata gris de tarea y eso era todo. Se ponía a trabajar. Entre las dos sólo había gestos y miradas de reprobación o desprecio que iban y venían de un lado a otro como cuchillos sangrantes. No necesitábamos hablar. Luego de hacer la caja y anotar cuidadosamente los pedidos, se marchaba justa y medida, siempre de negro, tan silenciosa y misteriosa como había venido.
Y yo me quedaba sola nuevamente con mi muñeca-novia ¿o debería decir muñeca- hija?…, porque las demás no eran hijas para mí, no existían, eran sólo muñecas. Y al final siempre estaba sola…; yo y mi hija, yo y mi muñeca. Pero era un poco más que la soledad porque uno nunca está solo cuando está con sus recuerdos. Y eso lo sabía Abuela mejor que nadie, que se llevó el juguete a la tumba y luego me lo trajo de consuelo.
Pero es cierto… Elda... Elda… Siempre Elda. Elda la perfecta. Elda de aquí, Elda de allá… Elda la admirada, la reverenciada, la verdadera dueña de todo. ¡Y cómo la querían las clientas de la casa con su trato siempre cordial y distinguido!… se notaba que había tratado con la realeza: nunca una palabra de más, siempre una solución para todo. ¿No es cierto Elda?, ¿no es cierto que no existen los problemas, qué sólo hay soluciones?
Recuerdo que ella la miraba con inquina (inquina que en el fondo eran celos), y por ejemplo, exclamaba: "¡qué hermosa muñeca la que trajeron hoy!" ó "¡qué simpática aquella la de los rizos plateados!", pero nunca nada sobre la mía… era una forma sutil de desprecio. Y, si yo envalentonada esgrimía algún comentario halagador sobre mi alma, se limitaba a acotar en un tono muy bajo y despacioso, que a su parecer lucía un poco vieja y también algo sucia y desgastada. Entonces yo la frotaba con el trapo amarillo de limpieza, le ponía el perfume de la abuela y le arreglaba el pelo con el peine de madera; pero, lógicamente, nunca quedaba bien del todo porque estaba muy dañada, y aún así, no obstante sus imperfecciones, muy por encima de todos sus defectos, guardaba siempre ese  secreto encanto,  esa fascinación irrenunciable de las muñecas muy antiguas, muy viejas, que, uno no sabe muy bien por qué, te sobrecogen el alma como si estuvieran siempre diciendo adiós y despidiéndose desde un lugar ignoto.
Un día sucedió lo inesperado. Luego de tomar el desayuno y mientras Elda se afanaba en la cocina con la limpieza de unos vasos, la levanté en brazos para volver a sentir la suavidad de su cara y el aroma a caramelo derretido que emanaba de su pelo. Recordé entonces cuando hacía eructar a mi bebé. Un impulso incontrolado me sobrevino al alma y me .llevó a golpearle dos veces por la espalda sin obtener mayores resultados. La muñeca no eructó, sin embargo, y luego de reiterados intentos, algo cantó en su vientre como un trino. Fue como un murmullo apenas, un sonido tenue y fugaz, desvencijado. Agucé un poco más el oído, a fin de discernir lo que en su muy rudimentario lenguaje intentaba comunicarme y entonces pude oírle pronunciar con claridad. Alcanzó a decir tres palabras nada más: "mañana no, mami". Y cuando me fui a acordar Elda ya la estaba bañando en el lago desnuda y bajo la luz de la luna. Se deshizo en el agua con la misma agilidad de un suspiro porque estaba hecha de una pasta muy fina, sólo quedaron sus ojos, como dos lágrimas redondas y suplicantes; los que me trajo Elda en la palma de su mano.
-¿Y el vestido? -la increpé mientras advertía unos ojos que me miraban temblando, absortos y horrorizados como implorando mi ayuda (mis ojos).
-Se lo llevó la corriente y cuando me di la vuelta ya estaba demasiado lejos…
Me cubrí con las dos manos y rompí a llorar. Y fue como un signo porque nunca más volvió Elda. Se fue como se van los malos tiempos: llevándose siempre lo mejor de nosotros y dejándonos absolutamente rotos y vacíos por dentro. Los ojos, como cabía esperar, los guardé en la cajita de fósforos. ¿Qué? ¿Qué dónde está la cajita? Ya lo he dicho: en el tercer cajón de la cómoda al fondo. El que desee las llaves, ha de pedirlas a Abuela.

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