Diario de una muñeca
Nací al borde del camino, entre yuyos y
ratas. Recuerdo que mi antigua mamá tenía unas manos muy pequeñitas, muy
torpes, y yo me escabullía de sus dedos, hasta que finalmente me caí del todo.
Largo tiempo permanecí inmóvil, mirando sólo el cielo, con mis bracitos alzados
solicitando amor. Rarezas de esta vida: mi mamá se había marchado y en un nada
de tiempo yo ya había olvidado su nombre y su rostro ¡qué contrariedad! ¿¡Cómo
se pueden olvidar esas cosas!? Una señora que pasó enfadada, me volteó con un
pie, me miró fijo, y luego continuó su
marcha. No se conmovió ante mi cuerpito desnudo ni ante mis muñones rotos; y yo
pensé, de pronto, en la crueldad del mundo y en todos los niños solos que había
por ahí, corriendo la misma suerte que yo. Me quedé boca abajo mordiendo una
hormiga. Al rato, un perro sarnoso me olisqueó, levantó una pata, y me meó
encima. Mi piel, opalina y gastada, brillaba horrores por mor del orín,
despidiendo una funesta fragancia que me repelía hasta la extenuación
Desperté bajo un chorro de agua tibia, al
contacto de la efervescente espuma, y al son de una melodía absurda, tan
absurda como encantadora, porque sin dejar de ser real parecía como de otro
mundo, como salida de la diminuta boca de una pequeña y delicada ondina: Amanda
Martínez, mi nueva madre adoptiva, me sujetaba con tino para fregarme la roña.
Y tengo que decir, que no he conocido en la vida madre más abnegada, más
paciente, y más conocedora de mi suerte que ella. Conocí luego madres de
compromiso, que me dejaban en el estante y se iban; madres de fin de semana;
madres de un día; madres que me estrangulaban, que me pintarrajeaban, que me
metían en el horno; sádicas inhumanas siempre dispuestas a transformar mi
pequeño cuerpecito en mono, en oso, en lucerna… A todas yo he querido un poco —lo que me ha permitido mi humilde corazón
de muñeca—, pero a ninguna he querido tanto, he extrañado tanto, como Amanda Martínez.
"Amanda". Nada más su nombre lo dice todo: Amanda, amando, amor. Una
criatura concebida para el amor.
Por la mañana, nada más abrir la ventana,
venía y me peinaba el pelo; tengo un pelo apelmazado, desteñido y gris,
producto de aquel baldío; y aún así, hay que ver con qué paciencia me lo
peinaba, con qué sabiduría, despacito para ahorrarme daños: con sus manos
piadosas comenzaba primeramente por las puntas y luego, subiendo gradualmente,
me desenredaba el resto. Después me ponía una bombacha blanca —por ella confeccionada— y me sentaba contra la almohada sucia,
algo raída y sin funda, del cabezal de la cama; y yo pasaba largas horas
mirando una mata de rosal que entraba por la ventana, temblorosa, gruesa;
escuchando las corolas de las rosas chocarse contra el vidrio y el chirrido de
los grillos angustiados presintiendo la lluvia. A la noche dormíamos juntas,
abrazadas, como dos enamoradas. Y por la mañana de nuevo el peine, o el baño, o
magdalenas de crema, o aprender a contar, o algún juego.
Como era tan pobre y no tenía dinero—yo era su única muñeca— había ideado, más o menos, una docena de
juegos de papel: El teléfono inaudible, el rompe soles, los dados mágicos, las
golondrinas que piden pan...
Ahora me viene a la memoria uno, muy desafortunado, que no logro desterrar de mi memoria por más que me empeñe. Aquél día estaba sola en la cama; Amanda Martínez se había marchado muy temprano, con su anciano abuelo, a comprar un molinete. Su hermano Eladio salió de no sé qué oscuro escondrijo y me asustó de golpe, poniendo cara de iguana. Luego hizo algo extraño con sus dos manos, algo que yo no entendía pero que presentía malo. Nunca me gustó ese chico. Que me diera un puntapié de tiempo en tiempo, que me insultara, que me bajara la bombacha y se riera de mí, nada tiene ni punto de comparación con lo que sucedió después. Caía la noche y Amanda y Eladio habían peleado y llorado mucho, y todo porque él le había roto su juego de papel preferido: la flor de los cuatro colores, una especie de oráculo infantil siempre bien dispuesto a preconizarte la dicha. Su abuelo, harto de tanto grito, les mandó inmediatamente a dormir. Amanda me recogió del suelo y me sentó en una repisa vieja, encima de su mesa de luz. No sé por qué hizo aquello, de rabia quizás, ya que siempre, pero siempre, me recostaba en su cama. En la oscuridad del cuarto, una sombra que más que sombra se presentía cuerpo, se metió adentro la cama de Amanda y luego comenzó a moverse repetidamente. Pensé que me moría: los ruiditos y vagidos me erizaban la piel, ¿qué monstruo tan terrible se estaba fraguando allí dentro? Cuando terminó aquel murmullo, atisbé la sombra de Eladio atravesar tranquilo el umbral de la puerta.
Ahora me viene a la memoria uno, muy desafortunado, que no logro desterrar de mi memoria por más que me empeñe. Aquél día estaba sola en la cama; Amanda Martínez se había marchado muy temprano, con su anciano abuelo, a comprar un molinete. Su hermano Eladio salió de no sé qué oscuro escondrijo y me asustó de golpe, poniendo cara de iguana. Luego hizo algo extraño con sus dos manos, algo que yo no entendía pero que presentía malo. Nunca me gustó ese chico. Que me diera un puntapié de tiempo en tiempo, que me insultara, que me bajara la bombacha y se riera de mí, nada tiene ni punto de comparación con lo que sucedió después. Caía la noche y Amanda y Eladio habían peleado y llorado mucho, y todo porque él le había roto su juego de papel preferido: la flor de los cuatro colores, una especie de oráculo infantil siempre bien dispuesto a preconizarte la dicha. Su abuelo, harto de tanto grito, les mandó inmediatamente a dormir. Amanda me recogió del suelo y me sentó en una repisa vieja, encima de su mesa de luz. No sé por qué hizo aquello, de rabia quizás, ya que siempre, pero siempre, me recostaba en su cama. En la oscuridad del cuarto, una sombra que más que sombra se presentía cuerpo, se metió adentro la cama de Amanda y luego comenzó a moverse repetidamente. Pensé que me moría: los ruiditos y vagidos me erizaban la piel, ¿qué monstruo tan terrible se estaba fraguando allí dentro? Cuando terminó aquel murmullo, atisbé la sombra de Eladio atravesar tranquilo el umbral de la puerta.
Al día siguiente, Amanda Martínez, ya no
jugaba conmigo. La vi charlar con Eladio pausadamente, casi en silencio;
levantar una mano y señalar el cielo, algún detalle lejano, inocuo. Sus voces
se perdían para mí, como ha de perderse el viento entre las rocas; hablaban
bajito, susurrando, cautelosos, cual si temieran romper algún cristal.
Pasaban los días y yo me veía sola en la
repisa, contemplando el rosal de la ventana, sus lentos pétalos caer,
desvanecerse; olvidada, triste, muy triste. Hasta que una mañana muy oscura, en
que yo tenía mucha sed y el cielo se mostraba extrañamente aborregado, Eladio
me cogió de un brazo y me sacó a pasear. Por el camino yo miraba las casitas de
chapa con sus sogas extendidas repletas de trapos viejos, algún que otro perro
merodeando en la basura, niños desnudos zarandeándose en el barro, chanclas
perdidas por las calles de tierra, viejas sin dientes sonriendo con desdoro.
¡Cuánta inmundicia! me decía a mí misma ¡qué horrible e ingrato es el mundo de
los hombres! Ni siquiera una humilde muñeca como yo podría sentirse a gusto en
un sitio como este. Una tristeza inaudita, sobrecogedora y bestial, se había
apoderado de mi alma, cuando de pronto Eladio me suelta ¿me deja? Sí, ¿para
siempre? En un paraje desalmado, muy sucio, muy ríspido, semejante al lugar
donde nací; y me quedo allí, entre la angustiosa broza, abandonada otra vez,
sola, los bracitos extendidos anhelando el cielo, recordando en vano su
preciado nombre: Amanda —balbuceo en mi interior— Amanda...