jueves, 9 de junio de 2011

LOS JUGUETES DE OTROS

Floriana vivía en una casa de lata con su abuelo y sus dos perros. Su madre había muerto cinco años atrás de conjuntivitis. Nadie hubiera imaginado nunca que se pudiera morir de enfermedad tan rara. Los ojos de su madre lloraban todo el tiempo, a cada instante, espesas lágrimas de leche, qué luego los perros  lamían sobre el suelo.  A Floriana le daba mucha risa esos ojos que parecían más bien los ojos de una gata ciega, pero jamás habría sospechado la tragedia que le sucedería después.

Muy cerca de su casa se extendía una larguísima cerca de alambre y más allá de ésta una  imponente casona  de tres pisos con balcones de balaustradas y cortinas de macramé. A través de un rombo, un poco más grande que el resto, perfilado por dos gruesos alambres, Floriana aguzaba el ojo observando la casa y se preguntaba qué personas podrían vivir allí dentro y sobre todo si tendrían o no juguetes. A veces por uno de los altos balcones se inclinaba una diminuta niñita de pelo rubio rizado  con un vestido blanco muy amplio, muy holgado, lleno de volados,  que parecía un camisón.  Sucedía que cuando toda la familia muy unida atravesaba la puerta principal de la casa en dirección a la iglesia, la niña iba siempre colgando un poco de la mano de su madre y parecía una muñeca arrastrada. A Floriana le gustaban mucho las muñecas pero nunca había tenido ocasión de mecer una en sus brazos, sólo sabía de su existencia a través de un dibujo en el libro de aprender a escribir que le había prestado su maestra. En esa época en que su madre la llevaba al cole, las demás niñas hablaban de sus muñecas preferidas como de sus más preciados tesoros y ella se quedaba siempre relegada en un rincón, avergonzada, sin tener que decir. Hasta que una buena mañana, una niña de moño rojo, bastante avispada y ladina, la empujó y le dijo: "esto es una muñeca" y su cara se hundió  de golpe en aquella lámina del libro, colorida, magnífica, que  difícilmente olvidaría en su vida. Representaba aquél dibujo una regordeta niña bastante semejante a su vecina,  nada más que surcada de lado a lado por una delgada línea de costura que en ocasiones se abría  dejando escapar unas pequeñas semillitas amarillas. Floriana supuso que aquellas semillitas eran de alpiste porque un gorrión a su costado intentaba comerlas.

Los días pasaban y la pradera verde se extendía aún más verde detrás de la verja oxidada, era de un verde turquesa blando, flotante, etéreo. Floriana ya le estaba tomando cariño a esa pequeña niña que de tarde en tarde corría y rebotaba por encima de la hierba debajo de la hondonada de cielo. Un día en que el viento pegaba frío, la niña del otro lado se acercó a la verja. Llevaba algo rosado en la mano y una sonrisita de orgullo le surcaba el rostro. Ya llegando a la divisoria y sin mediar palabra extendió todo lo que pudo su bracito desnudo y se lo mostró. Era una encantadora carterita rosa, de cuero, muy parecida a las que usaba su mamá, sólo que más abombada. Llevaba en la parte superior un brillante broche dorado con forma de madreperla que la niña abrió y cerró varias veces en un acto de pura coquetería para que Floriana advirtiera el maravilloso sonido metálico que producía su encastre.  Luego, cual una maga de la imaginación, se dedicó a sacar uno a uno de su interior, pequeños objetos de plástico del tamaño de una nuez, objetos que Floriana devoraba con la mirada: un cepillo celeste con la cerda blanca de plástico, un lápiz labial rojo y otro verde, un diminuto perfume  con rociador y una graciosa etiquetita en letras doradas  con una coronita encima en la que se alcanzaba a leer " Bella", un bebé minúsculo desnudito y anaranjado con un orificio para hacer pis, una mamadera blanca . Los juguetes en los que Floriana tan atentamente, hipnotizada, atontada y con la boca abierta, enredaba su mirada, eran los delirios de omnipotencia de la refinada niña que ni siquiera se había dignado a dirigirle la palabra. Por otro lado Floriana, obnubilada por todas estas fruslerías tampoco se había pronunciado, o en todo caso le parecía más importante ver que hablar, como si fuera incapaz de ambos prodigios a la vez. Terminada aquella inimaginable función, la muñecona muda cerró finalmente su bolso y se esfumó con todos sus juguetes dentro, más gozosa de lo que había venido, caminando oronda a través del pasto a pierna tendida y dando pasos de gigante, como solía caminar su papi en dirección a a la iglesia ayudado de un elegante paraguas.

Pero todo esto pasó, pasó, y sin explicarse cómo, la niña no volvió más. Floriana acudía como cada tarde a la verja a su cita con lo maravilloso, y ya no le importaba que aquella niña rica de la que no sabía siquiera su nombre, no le hubiera dirigido la palabra. La esperaba. Ansiaba verla asomar como otras tantas mañanas por los ventanales altos de la casa, verla acercarse a la verja con otros nuevos misterios. Imaginaba que esos objetos pequeñitos y encantadores que le había mostrado, constituían en realidad el distinguido ajuar de una muñeca adulta bien guardada y mimada en los interiores de su alcoba

El fervor por reencontrarla hacía del tiempo una cosa compacta y pequeña, fácil de sobrellevar. Gracias a su obstinación Floriana había apelmazado los días de manera que fueran siempre el mismo día, las noches todas una noche. Por eso, ahí mismo en la verja, enganchadas su naricita y sus manitos al frío hiriente del alambre, no se sorprendió mucho al verla aparecer una tarde, así como si nada, detrás de un árbol paraíso. Salió como un fantasma  para enseguida amarrar la hamaca que le colgaba oscilante desde una de sus muchas ramas y la inmovilizó para sentarse. Luego se hamacó varias veces con fuerza elevando ambas piernas para cobrar envión. Floriana le hacía confusas señas desde la verja agitando manos y brazos, señas que parecían decir "estoy aquí, ven, ¿te acuerdas de mí?"Pero la niña, la miró un segundo extrañada, se rascó la nariz, frenó de golpe la hamaca con sus zapatitos blancos que se enterraron sin querer en el barro, y se fue muy fastidiada sacudiéndose el vestido. La vio alejarse sin volverse, emprender el caminito rosado bordeado de piedras que conducía a su casa y cerrar la puerta.

Al día siguiente Floriana se acercó otra vez a la verja con la esperanza de volverla a ver y entonces presenció la escena más increíble que sus ojos hubieran visto jamás. Un flamante caballo blanco recortado sobre un cielo rosa, masticaba gacho la hierba turquí. Vestía un manto de vivos colores que brillaban como gominolas y un penacho azulado que le salía del cráneo como un manantial de una fuente. A Floriana le pareció mucho que ese caballo era el mismo caballo del carrusel de la feria, aquel que su madre le había ayudado a montar empujándole  el culito, sólo que a diferencia de éste, aquél estaba atravesado por una barra de chupetín roja y blanca que subía y bajaba como la inquieta aguja de una máquina de coser. Cuánto más grande se haría su dicha al advertir tras los yuyos a la pequeña vecina que se acercaba corriendo, desfogada e impúdica, con los cachetes ardientes y rojos.... Venía a mostrarle su nuevo juguete. Con el dedo empinado y faltándole casi el aliento para amarrarse a la verja lo señaló triunfante. El viento húmedo y caluroso de la tarde inflaba sus vestidos. Las dos niñas frente a frente parecían entenderse por fin. Entonces Floriana dijo algo, algo que se llevó el viento y que pareció molestar a la niña. ¿Por qué se enojaba la niña? ¿Por qué se cruzaba de brazos? ¿Por qué fruncía la frente, y se mordía los labios en un gesto de infinita amargura? ¿Qué había dicho de malo? Y la vio alejarse corriendo en dirección al caballo, ese caballo que no tenía la barra de chupetín atravesada en el cuerpo pero que igual era lindo. La vio oscilar de pie sobre la hamaca y luego saltar indecisa sobre su lomo a horcajadas, la vio sujetarse insegura con sus manitos de seda hasta alcanzar la cuerda y soltarla luego, mientras el caballo partía, sólo ya, definidamente, hacia su nueva y anhelada libertad.

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