Hubo un tiempo en que yo amaba algún rasgo particular de las personas -más tarde me dejaría simplemente arrastrar-. Me gustaba por ejemplo la manera tan distinguida y soez que tenía mi hermana de desdeñar mis prendas, en especial mis vestidos de fiesta; vaporosos vestidos de organza, de velour, de tafetán, de moirée, que mamá nos confeccionaba con tino, a mi hermana y a mí, en la época en que la habían nombrado modista principal de la reina. Los cogía con la punta de los dedos y luego los arrojaba con ímpetu por encima de la cama, o sobre un sofá, con el mentón altivo y chasqueando la la lengua. Este gesto de infinita insolencia, tan suyo, tan irreverente, la volvía más preciosa a mi mirada, y todo esto independientemente de los sentimientos de aversión que ella pudiera experimentar hacia mí, los cuales me traían sin cuidado.
Ahora que lo pienso bien nunca me he detenido especialmente en los sentimientos de nadie, no me han interesado. Y sinceramente si alguien me preguntara hoy día qué siento o qué sentía en aquella época neblinosa de mi juventud, en la que sonreí, lloré, esperé, amé, traicioné y también fui traicionada, tampoco sabría muy bien qué responder. He vivido mis días felices desde la más alejada e incógnita butaca de un teatro de varietés, a veces manipulando prismáticos para aproximarme mejor a las cosas, a algún curioso prendedor de pavos reales con piedritas y dibujos de filigrana que mi abuela solía llevar en su esclavina, a los caireles de bronce con caballitos de mar en la chaqueta roja de mamá, a una brillante pendeloca rosada de la araña del hall que me gustaba porque, a diferencia de las otras, podía girar sobre sí misma como un péndulo loco y nunca se cansaba. Fui siempre demasiado frívola, demasiado frugal. Nadie puede condenarme por eso, hice también muchas amigas así. Mi hermana, en cambio, de espíritu retraído y más dada a las cuestiones intelectuales, jamás se integró del todo, jamás encajó. Buscaba como todas su media
naranja, pero de una manera retorcida y maniática, peleándose con los hombres, despreciándolos. Por eso cuando Esteban la conoció quedó prendado en el acto, no podía ser de otro modo, eran tal para cual. Ella: inconformista, ensimismada, bohemia perdida; él: calculador, estructurado, ortodoxo. Recuerdo que le traía ramitos de violetas que mi hermana se negaba a aceptar y que yo guardaba amorosamente en las ambarinas
páginas de uno libro más grueso que un Talmud.
¡Ah! Esteban, Esteban, Esteban... Tengo que acariciarme por encima de la otra mano al recordarlo, estas manos surcadas de riachos azules, y horribles e inopinadas manchas color té con leche que fueron apareciendo con el tiempo. Yo no quería ser vieja. Las escenas se desenvolvían ante mí, sin que yo pudiera influir sobre ellas.
Otros detalles al menos, sin dejar de resultar pintorescos, se convertían en verdaderos presagios. Aquellas guirnaldas de pequeños jazmines en el pelo de Adela, el día de la boda; le advertí que le quedaba recargado, que con una sola tiara bastaba y no me escuchó. Y luego las damas de honor irrumpiendo en el salón de fiesta a carcajadas, tan ramplonas, cuchicheando y correteando por detrás de los cortinados, con esas flores rojas adheridas a sus vestidos de tarlatán violeta, que parecían más bien disfraces de carnaval. Afuera el temporal arreciaba: lluvia y barro. Adela llorisqueando nerviosa detrás del diluvio con su vestido ceniciento empapado, como un trágico fantasma. ¿Y Esteban? Desde el atrio de aquella iglesia gótica lo esperé con devoción. Yo apretaba como loca mi cartera de charol buscando dentro una sortija con una perla de mar engarzada. La perla por sí sola me provocaba, me desataba sentimientos innobles. Tan redonda, tan protuberante por encima de mi anillo de plata.
Luego de aquello, me fui a jugar a la canasta con un grupo de amigas del club. Ellas no sabían lo que había sucedido y yo pensé que era mejor así, retroceder a un tiempo en el que todos vivíamos felices, recobrar esa sensación de normalidad, de calorcito frente al hogar, de protección. No volví a verme con Esteban. Nunca. Su recuerdo me traía otros muchos recuerdos más desavenidos y funestos. ¿Me creía culpable? Ciertamente. Los dos éramos culpables de su muerte.
Un día de primavera en que yo comenzaba a sentirme especialmente bien, bajo los crespones y las glicinas del patio vi aparecer su rostro. Su pelo negro engominado hacia atrás como un galán de telenovela, su torso ligeramente encorbado, su nariz prominente. Me preguntó si todavía sentía algo por él puesto que aún portaba el anillo de perla que años atrás me había regalado. "Este mundo es muy cambiante", le respondí, "las cosas que antes amábamos ya no nos son tan queridas". Lo vi alejarse cabizbajo por la calle Vieytes, casi arrastrando los pies, sentí cómo su cuerpo se desvencijaba y le pesaba horrores a causa del dolor tan grande que le había infringido. Cometería un crimen al decir que no le amaba.
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