sábado, 4 de junio de 2011

LOS GERANIOS


En mi habitación yo llevaba una vida de monja. A veces me levantaba para regar un geranio y luego me lo quedaba mirando como idiota, sentada desde la cama. Me gustaba mirar como resbalaban las gotitas por la superficie velluda de la hoja contoneando la línea del pecíolo hasta bajar por el tallo. En poco tiempo todo el cuarto se bañaba del aroma de esta flor y eso a mí me daba mucho gusto y también mucho sueño porque la fragancia del geranio da sueño, sobre todo si viene acompañada del aroma frío de la lluvia.
Por las noches acudían a mi cuarto dos señores muy altos que permanecían de pie al costado de mi cama. No me gustaba mirar sus caras, no me atrevía, sentía que estaba siendo mala, aunque ellos sí que me veían ciertamente. Esperaban a que yo me quedara plenamente dormida, para arrastrarme y llevarme hasta el final del pasillo. Allí me manipulaban y me hacían un poco de todo.


    A la mañana siguiente yo me despertaba con el cuerpo angustiado y tenía mucha sed, me arrodillaba delante del altar que acondicioné en el tocador de la abuela, y me bebía el agua de las flores marchitas. Mamá y papá deberían contemplar estos actos tan míos horrorizados desde sus tristes retratos, se habían acostumbrado a que yo fuese la niña obediente que iba siempre a misa a tomar la hostia sagrada y no levantaba nunca la voz. Yo no quería desilusionarles, ¿pero para que engañarse?, uno siempre termina desilusionando a sus padres. Es por el precioso sabor de la angustia que se engaña tan delicadamente, por experimentar esa sensación que aletea en el aire, irisada, demasiado libre quizás, demasiado nerviosa tal vez ¡ay, pero tan intensa, tan conmovedora que por asirla un segundo ya bien vale el resto de la vida! Y eso también lo sabían los dos hombres, que iban y venían con mi cuerpo a cuestas, contentos, como un perro con hueso que mueve la cola. A mí me hubiera gustado mucho estar presente en esos actos, tan irreverentes, tan clandestinos, saber cómo eran. Pero ellos me querían dormida y cuando estaba despierta ni se molestaban, se mostraban tan tímidos y acartonados que eran incapaces de articular la voz.
 
   Un día me abalancé sobre uno de ellos y desesperada le abrí la bragueta. El otro se apresuró por atrás, y amarrándome bien fuerte por el talle tan fuerte que me dolía, me fue arrastrando como pudo hasta tropezar con el travesaño avieso de la cama. Caímos sin darnos cuenta, en posituras innobles, despatarrados, desordenadamente. Entonces él me recompuso como a una muñeca rota y me sentó sobre sus rodillas (yo no me atrevía a mirarle la cara), allí sacó del bolsillo interior de su blazer un precioso pastillero de porcelana china decorado con querubes que contenía en su interior una semilla. Me la puso sobre la lengua y me hizo soñar. Yo soñaba. Los geranios se abrían en mi mente como estrellas, nunca he visto nacer estrellas tan hermosas, eran como rubíes brotando de la noche oscura. Desde entonces y para dormir mejor yo siempre pido una semilla de geranio, con una sólo me basta para ser inmensamente feliz.

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