jueves, 9 de junio de 2011

MISTERIOS GOZOSOS





Nunca sabía de qué estaban hablando. El mundo de las tías permanecía para mí tan hermético y oscuro como los "Misterios Gozosos", aquel libro en miniatura y de canto dorado, que le robé a la tía Emilia. Venía ilustrado en la tapa de adelante con un gigantesco corazón en llamas, circundando en su parte más ancha por una negra corona de espinas. Ese libro me atraía, únicamente, a causa de sus muchos dibujos, ya que yo con tan corta edad no sabía ni leer ni escribir.
 Aquella tarde alguien había susurrado algo de una monja perdida que  habíase  fugado del claustro con un vulgar albañil. Yo me los imaginaba a los dos juntos, brincando de la mano por encima de las flores, y me preguntaba que tendría de malo todo aquello; pero cuando quise saber más las voces se callaron. Siempre se callaban cuando nos veían venir. Las tías iban y fluían por el patio de  casa, sin interrupción, como enérgicas hormigas. Extendían un mantel de algodón blanco, laboriosamente bordado con gladiolos y rosas, para luego servir sus deliciosos platos preparados con mucho mimo el día anterior: recetas que incluían matambres, ensaladas de papa y huevo, pastel de carne cubierto de merengue de invención familiar-, carnes rehogadas en ajo, en cebolla y perejil… pero lo que mis primos y yo más anhelábamos era la llegada de los postres, sobre todo uno: el postrecito rosa de frambuesa que mi tía Emilia preparaba en unos vasitos de cristal muy anchos y muy bajos, con culo de botella, razón por la cual siempre nos sabía a demasiado poco.
            A veces yo me sentía como mareada por la conjugación del aroma tibio de las salsas, en pleno contraste con la dulce fragancia de las rosas, que enarbolaban como sierpes la complicada reja del fondo; aquella que separaba nuestra casa del cuartito de arriba. Le decíamos así porque era un cuartito que estaba encima del garaje, separado del resto de la casa. Recuerdo que mi abuela lo  había alquilado a una cuarentona, de pelo canoso y cara muy pálida, que hablaba siempre en susurros.  Aquella triste señora, vestida siempre de negro,  con quien mi madre nos había prohibido hablar, una vez tomó el librito   entre sus  manos y nos lo leyó entero a mi hermana y a mí. Mi hermana mayor, Águeda, que tenía la mirada oscura más negra que el ónix, y siempre lloraba por no ver la luna, abría muy grandes sus dos ojos de seda y por estos entraban extraños hombres-pájaros, blancos como la nieve; anillos de oro suspendidos en el cielo; lágrimas de santas enclaustradas en capelos, lágrimas que eran capaces incluso de desteñir las rosas más rojas y enternecer los corazones más duros; luminosas mujeres neblinosas como espectros, coronadas con zafiros y rubíes, envueltas en tules y gasas, a veces blandiendo un cuchillo como temerarias amazonas, cortando la cabeza de una horripilante víbora que chorreaba sobre el mundo ríos y mares de granate. Estas mujeres fabulosas decíanse enamoradas de Dios, un ser invisible, todopoderoso y secreto. Y eso era lo peor de todo, que aquel ser sugestivo, mágico y bestial, del que tanto hablaba el librito, permanecía invisible, se  negaba a los ojos de los hombres.
Sin pestañear siquiera, mi hermana cogió el libro de las manos de la dama, y se lo llevó a su cuarto para leerlo otra vez: quería ver una imagen de Dios.  Yo me hinqué de hombros como queriendo decir "qué mi importa" y me vi surcando sola la verja del patio, y atravesando sola los fríos mosaicos, antes de que mi mamá llegara con los sacos de la compra.
            Ahora que lo pienso bien, me doy cuenta de que sólo puedo rescatar un día o dos de aquella inmensidad tan grande que fue mi infancia; o acaso mínimos destellos espaciados, el resto se expande en mi mente como un suave silencio blanco, una larga siesta, una blanda ensoñación de nubes, acompasada de animalitos de vidrio y campanitas de bronce y mucho viento y canto de pájaros.
            Los días pasaron y yo veía a mi hermana Águeda crecer con sus dos manos pegadas, encadenadas a un fino rosario. No me acostumbraba a su silencio, a sus largos e interminables ruegos; se había vuelto seria y solemne como un  péndulo  y había dejado de jugar conmigo. Su armario, que despedía siempre ese intenso olor a antipolilla, era una estricta  colección de grises, negros y marrones. Su vasta cama yacía siempre hecha, las sábanas y colchas  estiradas, la almohada de plumas sacudida; y encima de todo aquello, alguien había decidido colgar un crucifijo. A mí me daba mucha pena esa cruz, porque me hacía acordar al cementerio, y al olor de las flores ahogadas que tía Emilia cambiaba por otras, frotándose luego el cuello bien planchado de su blusa. Por eso, y por lo que siguió después, el luto  inusitado de mi hermana me dejó sencillamente de piedra. Llegó un buen día a casa, tras dos años de ausencia, dos años en los que me decían que estaba estudiando mucho y que por tal motivo se le negaba verme. Dos años, en fin, en que yo vi de golpe cercenada mi alma, como una gran amputación; aunque mi cariño subsistía, pese a todo como esos gatitos huérfanos y abandonados que se empeñan en sobrevivir. Y he de decir que no la reconocí: aquella no era mi hermana. Incluso su voz había cambiado del todo, por otra más calma y afectada. Sacó de su abombado bolso un par de estampitas color ámbar y me las entregó, al pronto, como si me estuviera obsequiando caramelos. Yo le di las gracias sin mirar y sonreí gentilmente. Aquella oscura señora, de sotana negra y pelo encubierto, se parecía mucho a la antigua inquilina.




                                                                                                                                                                                        
                                                                                          



                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      
                                                                                     


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