Nunca sabía de qué estaban hablando. El
mundo de las tías permanecía para mí tan hermético y oscuro como los
"Misterios Gozosos", aquel libro en miniatura y de canto dorado, que
le robé a la tía Emilia. Venía ilustrado en la tapa de adelante con un
gigantesco corazón en llamas, circundando en su parte más ancha por una negra corona
de espinas. Ese libro me atraía, únicamente, a causa de sus muchos
dibujos, ya que yo con tan corta edad no sabía ni leer ni escribir.
Aquella tarde alguien había
susurrado algo de una monja perdida que habíase fugado del claustro con un
vulgar albañil. Yo me los imaginaba a los dos juntos, brincando de la mano
por encima de las flores, y me preguntaba que tendría de malo todo aquello; pero
cuando quise saber más las voces se callaron. Siempre se callaban cuando
nos veían venir. Las tías iban y fluían por el patio de casa, sin
interrupción, como enérgicas hormigas. Extendían un mantel de algodón
blanco, laboriosamente bordado con gladiolos y rosas, para luego servir
sus deliciosos platos preparados con mucho mimo el día anterior: recetas
que incluían matambres, ensaladas de papa y huevo, pastel de carne
cubierto de merengue —de invención familiar—-, carnes rehogadas en ajo, en cebolla y perejil… pero lo que mis
primos y yo más anhelábamos era la llegada de los postres, sobre todo uno: el
postrecito rosa de frambuesa que mi tía Emilia preparaba en unos vasitos
de cristal muy anchos y muy bajos, con culo de botella, razón por la cual
siempre nos sabía a demasiado poco.
A
veces yo me sentía como mareada por la conjugación del aroma tibio de las
salsas, en pleno contraste con la dulce fragancia de las rosas, que enarbolaban
como sierpes la complicada reja del fondo; aquella que separaba nuestra casa
del cuartito de arriba. Le decíamos así porque era un cuartito que estaba
encima del garaje, separado del resto de la casa. Recuerdo que mi abuela lo
había alquilado a una cuarentona, de pelo canoso y cara muy pálida, que
hablaba siempre en susurros. Aquella triste señora, vestida siempre de
negro, con quien mi madre nos había prohibido hablar, una vez tomó el
librito entre sus manos y nos lo leyó entero a mi hermana y a mí.
Mi hermana mayor, Águeda, que tenía la mirada oscura más negra que el ónix,
y siempre lloraba por no ver la luna, abría muy grandes sus dos ojos de
seda y por estos entraban extraños hombres-pájaros, blancos como la nieve;
anillos de oro suspendidos en el cielo; lágrimas de santas enclaustradas
en capelos, lágrimas que eran capaces incluso de desteñir las rosas más
rojas y enternecer los corazones más duros; luminosas mujeres neblinosas
como espectros, coronadas con zafiros y rubíes, envueltas en tules y
gasas, a veces blandiendo un cuchillo como temerarias amazonas, cortando
la cabeza de una horripilante víbora que chorreaba sobre el mundo ríos y
mares de granate. Estas mujeres fabulosas decíanse enamoradas de Dios, un
ser invisible, todopoderoso y secreto. Y eso era lo peor de todo, que aquel
ser sugestivo, mágico y bestial, del que tanto hablaba el librito,
permanecía invisible, se negaba a los ojos de los hombres.
Sin pestañear siquiera, mi hermana cogió
el libro de las manos de la dama, y se lo llevó a su cuarto para leerlo
otra vez: quería ver una imagen de Dios. Yo me hinqué de hombros como
queriendo decir "qué mi importa" y me vi surcando sola la verja
del patio, y atravesando sola los fríos mosaicos, antes de que mi mamá llegara
con los sacos de la compra.
Ahora
que lo pienso bien, me doy cuenta de que sólo puedo rescatar un día o dos
de aquella inmensidad tan grande que fue mi infancia; o acaso mínimos destellos
espaciados, el resto se expande en mi mente como un suave silencio blanco,
una larga siesta, una blanda ensoñación de nubes, acompasada de animalitos
de vidrio y campanitas de bronce y mucho viento y canto de pájaros.
Los
días pasaron y yo veía a mi hermana Águeda crecer con sus dos
manos pegadas, encadenadas a un fino rosario. No me acostumbraba a su
silencio, a sus largos e interminables ruegos; se había vuelto seria
y solemne como un péndulo y
había dejado de jugar conmigo. Su armario, que despedía siempre ese intenso
olor a antipolilla, era una estricta
colección de grises, negros y marrones. Su vasta cama yacía siempre
hecha, las sábanas y colchas estiradas, la almohada de plumas sacudida; y
encima de todo aquello, alguien había decidido colgar un crucifijo. A mí me
daba mucha pena esa cruz, porque me hacía acordar al cementerio, y al olor
de las flores ahogadas que tía Emilia cambiaba por otras, frotándose luego el cuello
bien planchado de su blusa. Por eso, y por lo que siguió después, el luto
inusitado de mi hermana me dejó sencillamente de piedra. Llegó un buen día
a casa, tras dos años de ausencia, dos años en los que me decían que
estaba estudiando mucho y que por tal motivo se le negaba verme. Dos años,
en fin, en que yo vi de golpe cercenada mi alma, como una gran amputación;
aunque mi cariño subsistía, pese a todo —como esos gatitos huérfanos y abandonados
que se empeñan en sobrevivir. Y he de decir que no la reconocí: aquella no
era mi hermana. Incluso su voz había cambiado del todo, por otra más calma
y afectada. Sacó de su abombado bolso un par de estampitas color ámbar y me las
entregó, al pronto, como si me estuviera obsequiando caramelos. Yo le di
las gracias sin mirar y sonreí gentilmente. Aquella oscura señora, de sotana
negra y pelo encubierto, se parecía mucho a la antigua inquilina.
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