domingo, 5 de junio de 2011

¿DE QUÉ COLOR ES MI PELO?

Nos reuníamos casi siempre en aquellas ruinas. Aunque, claro, ella era muy coqueta y a veces se le antojaba de vernos en el salón. Entonces los muros se extendían imponentes, ornados de candelabros de bronce y delicados retratos pintados al óleo, casi siempre de forma oval. El piso era de mármol negro, tan espejado y brillante que daba vértigo mirarlo por la horrible sensación de oscilar en el vacío; ella resurgía de las sombras con sus tacones de aguja y, surcando aquella inmensa vía láctea, me abría la puerta. Pero, también, si se le antojaba no aparecía nada y yo me quedaba largas horas frente a la reja de hierro, mirando los altos y enmarañados yuyos que se expandían detrás, y preguntándome como era posible pasar a través de un camino tan intrincado en el que seguramente anidarían alimañas y víboras.

A veces, y esto sucedía muy a menudo, comenzaba a nevar; entonces un cartero de uniforme gris se acercaba en bici y zarandeaba una campana, justo al costado de la reja. Pero como nadie venía a su encuentro metía la carta en el buzón y se marchaba silbando. Confieso haber leído todas sus cartas una por una hasta las más insoportables. Así me fui enterando un poco de su vida pasada en la que abundaban encuentros y desencuentros con un caballero ruso, tísico, que la llenaban de tristeza y desolación. A mí me sorprendían mucho estas misivas, tan tristes, tan desoladoras, redactadas en su mayoría con una grafía pequeñita, manchadas en ocasiones por la irrupción de una lágrima  que volvía ilegible alguna que otra letra. Siempre que nos veíamos, ella me pedía que se las leyera en voz alta para descubrir algún detalle inusitado de su anterior vida, algún signo delator de su incomprensible presencia.

Una de ellas decía:
Hoy el cielo es de un color nefasto: llueve gris. No tengo ilusión de verte. No, no creo te vaya a ver. ¿Tú crees que es larga mi línea de la vida? Me dijiste un día: "No te preocupes por eso, eso es superchería", pero en tu interior tus ojos sabían, y flotaban oscuros, oscuros siempre abiertos.

En otra carta se leía:
El mal se extiende... ¿Todavía guardas aquel mechón rubio en tu cajita de música? ¡No querrás causarme ese disgusto! Es preciso que lo quemes ahora, y cuanto antes mejor, igual que a su muñeca rubia.

¿De qué color es mi pelo? me preguntó entonces (¡ella justamente ella, la encantadora de espejos!)

¡Cómo!, ¿no lo sabes? ¡Verde! le respondí igual que tus ojos verdes.

Ella no se giró. Continuó de pie frente a la verja acariciando largamente la campana oxidada, aunque sin atreverse a sacudir la soga. Llevaba puesto un vestido de terciopelo carmín, con un pronunciado escote redondo, que entregaba al aire su alargado cuello, blanco, pecoso, y el cabello recogido en chignon.

Al día siguiente, confundida otra vez, olvidada, pero sobre todo olvidando, no apareció. Yo me quedé triste en mi casa mirando  la nieve caer desde mi humilde ventana, hasta que luego se hizo de noche y me fui a dormir. Entonces en la oscuridad de mi cuarto un relámpago iluminó en el aire algo parecido a una silueta de niña que se hamacaba y cantaba. Segundos después, nada, la oscuridad total; y luego otra vez lo mismo, con el estridor del trueno, el aire se cargaba, se electrificaba de golpe perfilando así sus doradas líneas.

Me desperté del todo y salí a pasear, no estaba seguro de lo que había visto. A veces la imaginación y el sueño te la juegan. Por el camino la nieve se iba depositando de a poco hasta formar una blanda y mugida capa que mis pies horadaban con dulzura. Un perro bajo un abeto temblaba de frío galvanizado de nieve, parecía querer resguardarse, pero no se daba cuenta que de las altas ramas caían avalanchas . Me apuntaló un segundo con su hocico húmedo y luego fue desapareciendo de a poco camuflado por la albura. Cerré los ojos y eché a andar era la única forma de encontrarla. En la verja sólo una nota: "Te espero a la madrugada". Fui, como cabía esperarse, la luz había derretido ya los últimos ampos ¿Cómo explicar el resplandor? Hay mañanas anchas, luminosas, pero ninguna como aquélla. Sobre un fino papel de manteca, mi lápiz intentaba captar su silueta y la de la niña jugando, juntas ya, para siempre, bajo un cielo color magenta.

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