domingo, 5 de junio de 2011

LA VOZ

Eliselda tenía un problema. Aparecía de golpe dando un portazo, entrando en cualquier sitio como si no entrara en ninguno. La gente se giraba para mirarla; ella, indiferente a todos, caminaba como sonámbula con sus grandes ojos ovalados más grandes que lo normal, enmarcados por unas cejas velludas, tristonas, e interrogativas. Su mirada quedaba prendida entonces del brillo ocasional de una lágrima; o de detalles insignificantes como podían ser una maraña de alambres olvidados en algún galpón polvoriento, un corazón dibujado sobre el vaho de un vidrio... Ella no miraba personas, sólo cosas. Las personas eran transparentes a sus ojos, no las registraba. La maestra decía: "Esta niña no aprende, necesita una educación especial, no es como los demás." Por eso su madre muy enojada y nerviosa aquél día la sacó del colegio y acto seguido telefoneó a una agencia pidiendo una institutriz. Aprenderá más que los otros niñitos se prometió despechada—, recibirá además de las materias troncales clases de piano, bordado, y francés. ¡Existen millones de personas en el mundo! ¡¿Por qué tenía que pasarme esto a mí?! Lloraba, a veces, arrebujada sobre un sillón de mimbre, comiéndose las uñas. Eliselda, ajena a su tristeza, saltaba a la rayuela descalza sobre los mosaicos fríos.


 Era en esencia una casa de mosaicos fríos y altísimos ventanales blancos, con pesados y rígidos cortinados de Jacquard, que hacían que la casa fuese aún más gélida y adquiriera esa resonancia profunda que se siente por lo general en conventos y palacios donde cualquier sonido hasta el más nimio se redobla con un eco. A Eliselda le daba mucho gusto aquella casa ornada con exquisitez porque le permitía explorar el mundo de una manera más íntima, sin tanto barullo y movimiento en torno suyo. Así podía pasarse horas entretenida frente a las vitrinas colgantes del zaguán de la entrada -aquellas doradas a la hoja y con espejo en el fondo- observando detenidamente cada detalle de los animalitos de cristal: elefantitos minúsculos, transparentes, con sus trompas esmaltadas en azul; caballitos blancos parados, sentados, durmiendo, relinchado, avanzando dos patas en el aire; un perrito salchicha divino con los pies cortitos como gotas; un
gallo del tiempo que cambiaba de color el penacho según la temperatura ambiental. Su madre sabía que le encantaban por eso cada mes le compraba uno distinto. El joyero de la cuadra, que ya conocía la naturaleza de su compra, le preguntaba divertido

¿Qué bicho adoptamos, hoy? La madre le respondía nerviosa:
Me llevaré éste. No, mejor aquél, ¡ay! ¡Ya no sé!... ¿cuál cree que le gustará más?
El pangolín es exótico... y está recubierto de escamas...

Vivía aterrorizada y aquello desde la muerte de su marido, desaparecido extrañamente en el cuartito del fondo. ¿Y si a su hija que era tan exclusiva, tan especial no le gustaba finalmente el regalo? Su corazón se quebraría igual que el animalito, ¡se partiría en el suelo en mil astillas de vidrio! Ninguna madre sobre la tierra podría soportar eso. Para una madre las lágrimas de su hija son más dolorosas y dañinas que las pérfidas agujas que una olvida sin querer en los colchones. Afín de evitar la catástrofe, se internaba en la primera confitería de la calle Viamonte y hundía sus delicadas manos en los frascos inclinados con forma de balón de los que extraía alegremente miríadas de gominolas abrillantadas, caramelos media hora con gusto de anís, bananitas rellenas bañadas de chocolate, medallones de menta, en fin, todas aquellas ambrosías con las que siempre soñamos cuando niños, con ellas llenaba decenas de bolsitas de nailon rosa que luego metía en su cartera abultadas junto al animalito de vidrio.

 Aquella tarde al llegar, su hija la esperaba acompañada.

  ¡U, perdón, perdón, mil veces perdón!, ¡cómo pude olvidarme de usted!- la madre de Eliselda se palpaba la frente con un primoroso pañuelo floreado.
 Encantada dijo una voz—. Me llamo Asunción Fernández. Vine encomendada por la agencia
Se descalzó un guante negro bordado al crochet y le extendió una mano desnuda.

Era joven pero olía a perfume antiguo. Su blusa blanca orlada de alforjas y perlitas a los costados ya no se usaba, venía ceñida al talle por una falda tipo tubo marrón, un poco trasnochada también, larga hasta los tobillos que le cubría ambos botines de tacón. Observó incrédula que Eliselda se abrazaba a su cintura como a un cariñoso osito de peluche y no la quería soltar.

Bueno ahora querida, nos dejás un segundito a solas que tenemos que hablar. ¡Ah! Se me olvidaba —agregó después— tomá, acá tenés el animalito que te prometí, ponelo junto a los otros.

Eliselda cogió el pangolín sin decir nada y se fue, con la cabeza gacha y arrastrando los pies, que era su forma de mostrar disgusto. Las dos se quedaron mirándola, desde la salita de estar, frente a un centro de mesa redondo, italiano, que representaba en su interior un árbol poblado de pájaros.

¡Qué bonito es!dijo la voz mi abuela tenía uno igual.
¿Le gustan los pájaros?
Sí, mucho, pero más me gustan las jaulas vacías, es decir sin pájaros.
O los pájaros libres, es decir sin jaulas.

 Ambas rieron con complicidad. La madre de Eliselda había abierto sobre su falda una de las bolsitas de dulces que la otra aceptaba de buen grado.

¿Está usted casada?le ofreció uno.
No y gracias por la golosina...
Pero tan bonita que es, tendra algún novio por ahí... en alguna parte.
— ¡Oh!, ¡no! ¡Qué esperanza! Los hombres no se fijarían en mí, se lo aseguro.
¿Y usted? se apresuró la voz embriagada de un licor dulce  ¿tiene usted marido?
No, tampoco rió afectadamente apurando un bombón ¡pero qué importa!¿quien necesita a lo hombres cuando se está tan bien entre las plantas? se enroscó al cuello una mata de Mona Lisa que le caía sobre el hombro, y pestañeó burlona.

Las dos volvieron a reír copiosamente, era como si se conocieran de toda la vida. A decir verdad, la voz, no se parecía en nada a aquellas institutrices rígidas, acartonadas, que mortificaban a sus niños nada más que con mirarlos. Tenía una sonrisa etérea, angelical, y por si esto fuera poco, Eliselda ya había manifestado feeling desde el minuto uno hacia ella. ¿Sabía francés, la voz? Sabía. ¿Sabía tocar el piano? Como una endemoniada. ¿Sabía tejer, bordar, hilvanar, coser y encima las materias troncales? ¡Sí!, ¡sí!, ¡sí! Todo esto y mucho más sabía la voz porque era una voz muy erudita. Le preparó con mimo una camita en el cuartito del fondo, aquél que pertenecía a su marido, y la voz se quedó a vivir allí en aquella casa para siempre, como una voz encantada, encantada y feliz de haberlas conocido.

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