domingo, 12 de junio de 2011

DIARIO DE UNA MUÑECA


Diario de una muñeca 

Nací al borde del camino, entre yuyos y ratas. Recuerdo que mi antigua mamá tenía unas manos muy pequeñitas, muy torpes, y yo me escabullía de sus dedos, hasta que finalmente me caí del todo. Largo tiempo permanecí inmóvil, mirando sólo el cielo, con mis bracitos alzados solicitando amor. Rarezas de esta vida: mi mamá se había marchado y en un nada de tiempo yo ya había olvidado su nombre y su rostro ¡qué contrariedad! ¿¡Cómo se pueden olvidar esas cosas!? Una señora que pasó enfadada, me volteó con un pie, me miró fijo,  y luego continuó su marcha. No se conmovió ante mi cuerpito desnudo ni ante mis muñones rotos; y yo pensé, de pronto, en la crueldad del mundo y en todos los niños solos que había por ahí, corriendo la misma suerte que yo. Me quedé boca abajo mordiendo una hormiga. Al rato, un perro sarnoso me olisqueó, levantó una pata, y me meó encima. Mi piel, opalina y gastada, brillaba horrores por mor del orín, despidiendo una funesta fragancia que me repelía hasta la extenuación
Desperté bajo un chorro de agua tibia, al contacto de la efervescente espuma, y al son de una melodía absurda, tan absurda como encantadora, porque sin dejar de ser real parecía como de otro mundo, como salida de la diminuta boca de una pequeña y delicada ondina: Amanda Martínez, mi nueva madre adoptiva, me sujetaba con tino para fregarme la roña. Y tengo que decir, que no he conocido en la vida madre más abnegada, más paciente, y más conocedora de mi suerte que ella. Conocí luego madres de compromiso, que me dejaban en el estante y se iban; madres de fin de semana; madres de un día; madres que me estrangulaban, que me pintarrajeaban, que me metían en el horno; sádicas inhumanas siempre dispuestas a transformar mi pequeño cuerpecito en mono, en oso, en lucerna… A todas yo he querido un poco lo que me ha permitido mi humilde corazón de muñeca—, pero a ninguna he querido tanto, he extrañado tanto, como Amanda Martínez. "Amanda". Nada más su nombre lo dice todo: Amanda, amando, amor. Una criatura concebida para el amor.
Por la mañana, nada más abrir la ventana, venía y me peinaba el pelo; tengo un pelo apelmazado, desteñido y gris, producto de aquel baldío; y aún así, hay que ver con qué paciencia me lo peinaba, con qué sabiduría, despacito para ahorrarme daños: con sus manos piadosas comenzaba primeramente por las puntas y luego, subiendo gradualmente, me desenredaba el resto. Después me ponía una bombacha blanca por ella confeccionada y me sentaba contra la almohada sucia, algo raída y sin funda, del cabezal de la cama; y yo pasaba largas horas mirando una mata de rosal que entraba por la ventana, temblorosa, gruesa; escuchando las corolas de las rosas chocarse contra el vidrio y el chirrido de los grillos angustiados presintiendo la lluvia. A la noche dormíamos juntas, abrazadas, como dos enamoradas. Y por la mañana de nuevo el peine, o el baño, o magdalenas de crema, o aprender a contar, o algún juego.
Como era tan pobre y no tenía dineroyo era su única muñecahabía ideado, más o menos, una docena de juegos de papel: El teléfono inaudible, el rompe soles, los dados mágicos, las golondrinas que piden pan...
Ahora me viene a la memoria uno, muy desafortunado, que no logro desterrar de mi memoria por más que me empeñe. Aquél día estaba sola en la cama; Amanda Martínez se había marchado muy temprano, con su anciano abuelo, a comprar un molinete. Su hermano Eladio salió de no sé qué oscuro escondrijo y me asustó de golpe, poniendo cara de iguana. Luego hizo algo extraño con sus dos manos, algo que yo no entendía pero que presentía malo. Nunca me gustó ese chico. Que me diera un puntapié de tiempo en tiempo, que me insultara, que me bajara la bombacha y se riera de mí, nada tiene ni punto de comparación con lo que sucedió después. Caía la noche y Amanda y Eladio habían peleado y llorado mucho, y todo porque él le había roto su juego de papel preferido: la flor de los cuatro colores, una especie de oráculo infantil siempre bien dispuesto a preconizarte la dicha. Su abuelo, harto de tanto grito, les mandó inmediatamente a dormir. Amanda me recogió del suelo y me sentó en una repisa vieja, encima de su mesa de luz. No sé por qué hizo aquello, de rabia quizás, ya que siempre, pero siempre, me recostaba en su cama. En la oscuridad del cuarto, una sombra que más que sombra se presentía cuerpo, se metió adentro la cama de Amanda y luego comenzó a moverse repetidamente. Pensé que me moría: los ruiditos y vagidos me erizaban la piel, ¿qué monstruo tan terrible se estaba fraguando allí dentro? Cuando terminó aquel murmullo, atisbé la sombra de Eladio atravesar tranquilo el umbral de la puerta.
Al día siguiente, Amanda Martínez, ya no jugaba conmigo. La vi charlar con Eladio pausadamente, casi en silencio; levantar una mano y señalar el cielo, algún detalle lejano, inocuo. Sus voces se perdían para mí, como ha de perderse el viento entre las rocas; hablaban bajito, susurrando, cautelosos, cual si temieran romper algún cristal.
Pasaban los días y yo me veía sola en la repisa, contemplando el rosal de la ventana, sus lentos pétalos caer, desvanecerse; olvidada, triste, muy triste. Hasta que una mañana muy oscura, en que yo tenía mucha sed y el cielo se mostraba extrañamente aborregado, Eladio me cogió de un brazo y me sacó a pasear. Por el camino yo miraba las casitas de chapa con sus sogas extendidas repletas de trapos viejos, algún que otro perro merodeando en la basura, niños desnudos zarandeándose en el barro, chanclas perdidas por las calles de tierra, viejas sin dientes sonriendo con desdoro. ¡Cuánta inmundicia! me decía a mí misma ¡qué horrible e ingrato es el mundo de los hombres! Ni siquiera una humilde muñeca como yo podría sentirse a gusto en un sitio como este. Una tristeza inaudita, sobrecogedora y bestial, se había apoderado de mi alma, cuando de pronto Eladio me suelta ¿me deja? Sí, ¿para siempre? En un paraje desalmado, muy sucio, muy ríspido, semejante al lugar donde nací; y me quedo allí, entre la angustiosa broza, abandonada otra vez, sola, los bracitos extendidos anhelando el cielo, recordando en vano su preciado nombre: Amanda balbuceo en mi interior Amanda...



                                                      

jueves, 9 de junio de 2011

MISTERIOS GOZOSOS





Nunca sabía de qué estaban hablando. El mundo de las tías permanecía para mí tan hermético y oscuro como los "Misterios Gozosos", aquel libro en miniatura y de canto dorado, que le robé a la tía Emilia. Venía ilustrado en la tapa de adelante con un gigantesco corazón en llamas, circundando en su parte más ancha por una negra corona de espinas. Ese libro me atraía, únicamente, a causa de sus muchos dibujos, ya que yo con tan corta edad no sabía ni leer ni escribir.
 Aquella tarde alguien había susurrado algo de una monja perdida que  habíase  fugado del claustro con un vulgar albañil. Yo me los imaginaba a los dos juntos, brincando de la mano por encima de las flores, y me preguntaba que tendría de malo todo aquello; pero cuando quise saber más las voces se callaron. Siempre se callaban cuando nos veían venir. Las tías iban y fluían por el patio de  casa, sin interrupción, como enérgicas hormigas. Extendían un mantel de algodón blanco, laboriosamente bordado con gladiolos y rosas, para luego servir sus deliciosos platos preparados con mucho mimo el día anterior: recetas que incluían matambres, ensaladas de papa y huevo, pastel de carne cubierto de merengue de invención familiar-, carnes rehogadas en ajo, en cebolla y perejil… pero lo que mis primos y yo más anhelábamos era la llegada de los postres, sobre todo uno: el postrecito rosa de frambuesa que mi tía Emilia preparaba en unos vasitos de cristal muy anchos y muy bajos, con culo de botella, razón por la cual siempre nos sabía a demasiado poco.
            A veces yo me sentía como mareada por la conjugación del aroma tibio de las salsas, en pleno contraste con la dulce fragancia de las rosas, que enarbolaban como sierpes la complicada reja del fondo; aquella que separaba nuestra casa del cuartito de arriba. Le decíamos así porque era un cuartito que estaba encima del garaje, separado del resto de la casa. Recuerdo que mi abuela lo  había alquilado a una cuarentona, de pelo canoso y cara muy pálida, que hablaba siempre en susurros.  Aquella triste señora, vestida siempre de negro,  con quien mi madre nos había prohibido hablar, una vez tomó el librito   entre sus  manos y nos lo leyó entero a mi hermana y a mí. Mi hermana mayor, Águeda, que tenía la mirada oscura más negra que el ónix, y siempre lloraba por no ver la luna, abría muy grandes sus dos ojos de seda y por estos entraban extraños hombres-pájaros, blancos como la nieve; anillos de oro suspendidos en el cielo; lágrimas de santas enclaustradas en capelos, lágrimas que eran capaces incluso de desteñir las rosas más rojas y enternecer los corazones más duros; luminosas mujeres neblinosas como espectros, coronadas con zafiros y rubíes, envueltas en tules y gasas, a veces blandiendo un cuchillo como temerarias amazonas, cortando la cabeza de una horripilante víbora que chorreaba sobre el mundo ríos y mares de granate. Estas mujeres fabulosas decíanse enamoradas de Dios, un ser invisible, todopoderoso y secreto. Y eso era lo peor de todo, que aquel ser sugestivo, mágico y bestial, del que tanto hablaba el librito, permanecía invisible, se  negaba a los ojos de los hombres.
Sin pestañear siquiera, mi hermana cogió el libro de las manos de la dama, y se lo llevó a su cuarto para leerlo otra vez: quería ver una imagen de Dios.  Yo me hinqué de hombros como queriendo decir "qué mi importa" y me vi surcando sola la verja del patio, y atravesando sola los fríos mosaicos, antes de que mi mamá llegara con los sacos de la compra.
            Ahora que lo pienso bien, me doy cuenta de que sólo puedo rescatar un día o dos de aquella inmensidad tan grande que fue mi infancia; o acaso mínimos destellos espaciados, el resto se expande en mi mente como un suave silencio blanco, una larga siesta, una blanda ensoñación de nubes, acompasada de animalitos de vidrio y campanitas de bronce y mucho viento y canto de pájaros.
            Los días pasaron y yo veía a mi hermana Águeda crecer con sus dos manos pegadas, encadenadas a un fino rosario. No me acostumbraba a su silencio, a sus largos e interminables ruegos; se había vuelto seria y solemne como un  péndulo  y había dejado de jugar conmigo. Su armario, que despedía siempre ese intenso olor a antipolilla, era una estricta  colección de grises, negros y marrones. Su vasta cama yacía siempre hecha, las sábanas y colchas  estiradas, la almohada de plumas sacudida; y encima de todo aquello, alguien había decidido colgar un crucifijo. A mí me daba mucha pena esa cruz, porque me hacía acordar al cementerio, y al olor de las flores ahogadas que tía Emilia cambiaba por otras, frotándose luego el cuello bien planchado de su blusa. Por eso, y por lo que siguió después, el luto  inusitado de mi hermana me dejó sencillamente de piedra. Llegó un buen día a casa, tras dos años de ausencia, dos años en los que me decían que estaba estudiando mucho y que por tal motivo se le negaba verme. Dos años, en fin, en que yo vi de golpe cercenada mi alma, como una gran amputación; aunque mi cariño subsistía, pese a todo como esos gatitos huérfanos y abandonados que se empeñan en sobrevivir. Y he de decir que no la reconocí: aquella no era mi hermana. Incluso su voz había cambiado del todo, por otra más calma y afectada. Sacó de su abombado bolso un par de estampitas color ámbar y me las entregó, al pronto, como si me estuviera obsequiando caramelos. Yo le di las gracias sin mirar y sonreí gentilmente. Aquella oscura señora, de sotana negra y pelo encubierto, se parecía mucho a la antigua inquilina.




                                                                                                                                                                                        
                                                                                          



                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      
                                                                                     


LOS JUGUETES DE OTROS

Floriana vivía en una casa de lata con su abuelo y sus dos perros. Su madre había muerto cinco años atrás de conjuntivitis. Nadie hubiera imaginado nunca que se pudiera morir de enfermedad tan rara. Los ojos de su madre lloraban todo el tiempo, a cada instante, espesas lágrimas de leche, qué luego los perros  lamían sobre el suelo.  A Floriana le daba mucha risa esos ojos que parecían más bien los ojos de una gata ciega, pero jamás habría sospechado la tragedia que le sucedería después.

Muy cerca de su casa se extendía una larguísima cerca de alambre y más allá de ésta una  imponente casona  de tres pisos con balcones de balaustradas y cortinas de macramé. A través de un rombo, un poco más grande que el resto, perfilado por dos gruesos alambres, Floriana aguzaba el ojo observando la casa y se preguntaba qué personas podrían vivir allí dentro y sobre todo si tendrían o no juguetes. A veces por uno de los altos balcones se inclinaba una diminuta niñita de pelo rubio rizado  con un vestido blanco muy amplio, muy holgado, lleno de volados,  que parecía un camisón.  Sucedía que cuando toda la familia muy unida atravesaba la puerta principal de la casa en dirección a la iglesia, la niña iba siempre colgando un poco de la mano de su madre y parecía una muñeca arrastrada. A Floriana le gustaban mucho las muñecas pero nunca había tenido ocasión de mecer una en sus brazos, sólo sabía de su existencia a través de un dibujo en el libro de aprender a escribir que le había prestado su maestra. En esa época en que su madre la llevaba al cole, las demás niñas hablaban de sus muñecas preferidas como de sus más preciados tesoros y ella se quedaba siempre relegada en un rincón, avergonzada, sin tener que decir. Hasta que una buena mañana, una niña de moño rojo, bastante avispada y ladina, la empujó y le dijo: "esto es una muñeca" y su cara se hundió  de golpe en aquella lámina del libro, colorida, magnífica, que  difícilmente olvidaría en su vida. Representaba aquél dibujo una regordeta niña bastante semejante a su vecina,  nada más que surcada de lado a lado por una delgada línea de costura que en ocasiones se abría  dejando escapar unas pequeñas semillitas amarillas. Floriana supuso que aquellas semillitas eran de alpiste porque un gorrión a su costado intentaba comerlas.

Los días pasaban y la pradera verde se extendía aún más verde detrás de la verja oxidada, era de un verde turquesa blando, flotante, etéreo. Floriana ya le estaba tomando cariño a esa pequeña niña que de tarde en tarde corría y rebotaba por encima de la hierba debajo de la hondonada de cielo. Un día en que el viento pegaba frío, la niña del otro lado se acercó a la verja. Llevaba algo rosado en la mano y una sonrisita de orgullo le surcaba el rostro. Ya llegando a la divisoria y sin mediar palabra extendió todo lo que pudo su bracito desnudo y se lo mostró. Era una encantadora carterita rosa, de cuero, muy parecida a las que usaba su mamá, sólo que más abombada. Llevaba en la parte superior un brillante broche dorado con forma de madreperla que la niña abrió y cerró varias veces en un acto de pura coquetería para que Floriana advirtiera el maravilloso sonido metálico que producía su encastre.  Luego, cual una maga de la imaginación, se dedicó a sacar uno a uno de su interior, pequeños objetos de plástico del tamaño de una nuez, objetos que Floriana devoraba con la mirada: un cepillo celeste con la cerda blanca de plástico, un lápiz labial rojo y otro verde, un diminuto perfume  con rociador y una graciosa etiquetita en letras doradas  con una coronita encima en la que se alcanzaba a leer " Bella", un bebé minúsculo desnudito y anaranjado con un orificio para hacer pis, una mamadera blanca . Los juguetes en los que Floriana tan atentamente, hipnotizada, atontada y con la boca abierta, enredaba su mirada, eran los delirios de omnipotencia de la refinada niña que ni siquiera se había dignado a dirigirle la palabra. Por otro lado Floriana, obnubilada por todas estas fruslerías tampoco se había pronunciado, o en todo caso le parecía más importante ver que hablar, como si fuera incapaz de ambos prodigios a la vez. Terminada aquella inimaginable función, la muñecona muda cerró finalmente su bolso y se esfumó con todos sus juguetes dentro, más gozosa de lo que había venido, caminando oronda a través del pasto a pierna tendida y dando pasos de gigante, como solía caminar su papi en dirección a a la iglesia ayudado de un elegante paraguas.

Pero todo esto pasó, pasó, y sin explicarse cómo, la niña no volvió más. Floriana acudía como cada tarde a la verja a su cita con lo maravilloso, y ya no le importaba que aquella niña rica de la que no sabía siquiera su nombre, no le hubiera dirigido la palabra. La esperaba. Ansiaba verla asomar como otras tantas mañanas por los ventanales altos de la casa, verla acercarse a la verja con otros nuevos misterios. Imaginaba que esos objetos pequeñitos y encantadores que le había mostrado, constituían en realidad el distinguido ajuar de una muñeca adulta bien guardada y mimada en los interiores de su alcoba

El fervor por reencontrarla hacía del tiempo una cosa compacta y pequeña, fácil de sobrellevar. Gracias a su obstinación Floriana había apelmazado los días de manera que fueran siempre el mismo día, las noches todas una noche. Por eso, ahí mismo en la verja, enganchadas su naricita y sus manitos al frío hiriente del alambre, no se sorprendió mucho al verla aparecer una tarde, así como si nada, detrás de un árbol paraíso. Salió como un fantasma  para enseguida amarrar la hamaca que le colgaba oscilante desde una de sus muchas ramas y la inmovilizó para sentarse. Luego se hamacó varias veces con fuerza elevando ambas piernas para cobrar envión. Floriana le hacía confusas señas desde la verja agitando manos y brazos, señas que parecían decir "estoy aquí, ven, ¿te acuerdas de mí?"Pero la niña, la miró un segundo extrañada, se rascó la nariz, frenó de golpe la hamaca con sus zapatitos blancos que se enterraron sin querer en el barro, y se fue muy fastidiada sacudiéndose el vestido. La vio alejarse sin volverse, emprender el caminito rosado bordeado de piedras que conducía a su casa y cerrar la puerta.

Al día siguiente Floriana se acercó otra vez a la verja con la esperanza de volverla a ver y entonces presenció la escena más increíble que sus ojos hubieran visto jamás. Un flamante caballo blanco recortado sobre un cielo rosa, masticaba gacho la hierba turquí. Vestía un manto de vivos colores que brillaban como gominolas y un penacho azulado que le salía del cráneo como un manantial de una fuente. A Floriana le pareció mucho que ese caballo era el mismo caballo del carrusel de la feria, aquel que su madre le había ayudado a montar empujándole  el culito, sólo que a diferencia de éste, aquél estaba atravesado por una barra de chupetín roja y blanca que subía y bajaba como la inquieta aguja de una máquina de coser. Cuánto más grande se haría su dicha al advertir tras los yuyos a la pequeña vecina que se acercaba corriendo, desfogada e impúdica, con los cachetes ardientes y rojos.... Venía a mostrarle su nuevo juguete. Con el dedo empinado y faltándole casi el aliento para amarrarse a la verja lo señaló triunfante. El viento húmedo y caluroso de la tarde inflaba sus vestidos. Las dos niñas frente a frente parecían entenderse por fin. Entonces Floriana dijo algo, algo que se llevó el viento y que pareció molestar a la niña. ¿Por qué se enojaba la niña? ¿Por qué se cruzaba de brazos? ¿Por qué fruncía la frente, y se mordía los labios en un gesto de infinita amargura? ¿Qué había dicho de malo? Y la vio alejarse corriendo en dirección al caballo, ese caballo que no tenía la barra de chupetín atravesada en el cuerpo pero que igual era lindo. La vio oscilar de pie sobre la hamaca y luego saltar indecisa sobre su lomo a horcajadas, la vio sujetarse insegura con sus manitos de seda hasta alcanzar la cuerda y soltarla luego, mientras el caballo partía, sólo ya, definidamente, hacia su nueva y anhelada libertad.

miércoles, 8 de junio de 2011

UNA MUJER FRÍVOLA

           
          Hubo un tiempo en que yo amaba algún rasgo particular de las personas -más tarde  me dejaría simplemente arrastrar-. Me gustaba por ejemplo la manera tan distinguida y soez que tenía mi hermana de desdeñar mis prendas, en especial mis vestidos de fiesta; vaporosos vestidos de organza, de velour, de tafetán, de moirée, que mamá nos confeccionaba con tino, a mi hermana y a mí, en la época en que la habían nombrado modista principal de la reina. Los cogía con la punta de los dedos y luego los arrojaba con ímpetu por encima de la cama, o sobre un sofá, con el mentón altivo y chasqueando la la lengua. Este gesto  de infinita insolencia, tan  suyo, tan  irreverente, la volvía más preciosa a mi mirada, y todo esto independientemente de los sentimientos de aversión que ella pudiera experimentar hacia mí, los cuales me traían sin cuidado.      
   
          Ahora que lo pienso bien nunca me he detenido especialmente en los sentimientos de nadie, no me han interesado.  Y sinceramente si alguien me preguntara hoy día qué siento o qué sentía en aquella época neblinosa de mi juventud, en la que sonreí, lloré, esperé, amé, traicioné y también fui traicionada, tampoco sabría muy bien qué responder. He vivido mis días felices desde la más alejada e incógnita butaca de un teatro de varietés, a veces manipulando prismáticos para aproximarme mejor a las cosas, a algún curioso prendedor de pavos reales con piedritas y dibujos de filigrana que mi abuela solía llevar en su esclavina, a los caireles de bronce con caballitos de mar en la  chaqueta roja de mamá, a una brillante pendeloca rosada  de la araña del hall que me gustaba porque, a diferencia de las otras, podía girar sobre sí misma como un péndulo loco y nunca se cansaba. Fui siempre demasiado frívola, demasiado frugal. Nadie puede condenarme por eso, hice también muchas amigas así. Mi hermana, en cambio, de espíritu retraído y más dada a las cuestiones intelectuales, jamás se integró del todo, jamás encajó. Buscaba como todas su media 
naranja, pero de una manera retorcida y maniática, peleándose con los hombres, despreciándolos. Por eso cuando Esteban la conoció quedó prendado en el acto, no podía ser de otro modo, eran tal para cual. Ella: inconformista, ensimismada, bohemia perdida; él: calculador, estructurado, ortodoxo. Recuerdo que le traía ramitos de violetas que mi hermana se negaba a aceptar y que yo guardaba amorosamente en las ambarinas 
páginas de uno libro más grueso que un Talmud. 
     
          ¡Ah! Esteban, Esteban, Esteban... Tengo que acariciarme por encima de la otra mano al recordarlo, estas manos surcadas de riachos azules, y horribles e inopinadas manchas color té con leche que fueron apareciendo con el tiempo. Yo no quería ser vieja. Las escenas se desenvolvían ante mí, sin que yo pudiera influir sobre ellas.  

            Otros detalles al menos, sin dejar de resultar pintorescos, se convertían en verdaderos presagios. Aquellas guirnaldas  de pequeños jazmines en el pelo de Adela, el día de la boda; le advertí que le quedaba recargado, que con una sola tiara bastaba y no me escuchó. Y luego las damas de honor irrumpiendo en el salón de fiesta a carcajadas, tan ramplonas, cuchicheando y correteando por detrás de los cortinados, con esas flores rojas  adheridas a sus vestidos de tarlatán violeta,  que parecían más bien disfraces de carnaval. Afuera el temporal arreciaba: lluvia y barro. Adela llorisqueando nerviosa detrás del diluvio con su vestido  ceniciento empapado, como un trágico fantasma. ¿Y Esteban? Desde el atrio de aquella iglesia gótica lo esperé con devoción. Yo apretaba como loca mi cartera de charol buscando dentro una sortija  con una perla de mar engarzada. La perla por sí sola me provocaba, me desataba sentimientos innobles. Tan redonda, tan protuberante por encima de mi anillo de plata. 

          Luego de aquello, me fui a jugar a la canasta con un grupo de amigas del club. Ellas no sabían lo que había sucedido y yo pensé que era mejor así, retroceder a un tiempo en el que todos vivíamos felices, recobrar esa sensación de normalidad, de calorcito frente al hogar, de protección. No volví a verme con Esteban. Nunca. Su recuerdo me traía otros muchos recuerdos más desavenidos y funestos. ¿Me creía culpable? Ciertamente. Los dos éramos culpables de su muerte. 

          Un día de primavera en que yo comenzaba a sentirme especialmente bien, bajo los crespones y las glicinas del patio vi aparecer su rostro. Su pelo negro engominado hacia atrás como un galán de telenovela, su torso ligeramente encorbado, su nariz prominente. Me preguntó si todavía sentía algo por él puesto que aún portaba el anillo de perla que años atrás me había regalado. "Este mundo es muy cambiante", le respondí, "las cosas que antes amábamos ya no nos son tan queridas". Lo vi alejarse cabizbajo por la calle Vieytes, casi arrastrando los pies, sentí cómo su cuerpo se desvencijaba y le pesaba horrores a causa del dolor tan grande que le había infringido. Cometería un crimen al decir que no le amaba. 
  

domingo, 5 de junio de 2011

LA VOZ

Eliselda tenía un problema. Aparecía de golpe dando un portazo, entrando en cualquier sitio como si no entrara en ninguno. La gente se giraba para mirarla; ella, indiferente a todos, caminaba como sonámbula con sus grandes ojos ovalados más grandes que lo normal, enmarcados por unas cejas velludas, tristonas, e interrogativas. Su mirada quedaba prendida entonces del brillo ocasional de una lágrima; o de detalles insignificantes como podían ser una maraña de alambres olvidados en algún galpón polvoriento, un corazón dibujado sobre el vaho de un vidrio... Ella no miraba personas, sólo cosas. Las personas eran transparentes a sus ojos, no las registraba. La maestra decía: "Esta niña no aprende, necesita una educación especial, no es como los demás." Por eso su madre muy enojada y nerviosa aquél día la sacó del colegio y acto seguido telefoneó a una agencia pidiendo una institutriz. Aprenderá más que los otros niñitos se prometió despechada—, recibirá además de las materias troncales clases de piano, bordado, y francés. ¡Existen millones de personas en el mundo! ¡¿Por qué tenía que pasarme esto a mí?! Lloraba, a veces, arrebujada sobre un sillón de mimbre, comiéndose las uñas. Eliselda, ajena a su tristeza, saltaba a la rayuela descalza sobre los mosaicos fríos.


 Era en esencia una casa de mosaicos fríos y altísimos ventanales blancos, con pesados y rígidos cortinados de Jacquard, que hacían que la casa fuese aún más gélida y adquiriera esa resonancia profunda que se siente por lo general en conventos y palacios donde cualquier sonido hasta el más nimio se redobla con un eco. A Eliselda le daba mucho gusto aquella casa ornada con exquisitez porque le permitía explorar el mundo de una manera más íntima, sin tanto barullo y movimiento en torno suyo. Así podía pasarse horas entretenida frente a las vitrinas colgantes del zaguán de la entrada -aquellas doradas a la hoja y con espejo en el fondo- observando detenidamente cada detalle de los animalitos de cristal: elefantitos minúsculos, transparentes, con sus trompas esmaltadas en azul; caballitos blancos parados, sentados, durmiendo, relinchado, avanzando dos patas en el aire; un perrito salchicha divino con los pies cortitos como gotas; un
gallo del tiempo que cambiaba de color el penacho según la temperatura ambiental. Su madre sabía que le encantaban por eso cada mes le compraba uno distinto. El joyero de la cuadra, que ya conocía la naturaleza de su compra, le preguntaba divertido

¿Qué bicho adoptamos, hoy? La madre le respondía nerviosa:
Me llevaré éste. No, mejor aquél, ¡ay! ¡Ya no sé!... ¿cuál cree que le gustará más?
El pangolín es exótico... y está recubierto de escamas...

Vivía aterrorizada y aquello desde la muerte de su marido, desaparecido extrañamente en el cuartito del fondo. ¿Y si a su hija que era tan exclusiva, tan especial no le gustaba finalmente el regalo? Su corazón se quebraría igual que el animalito, ¡se partiría en el suelo en mil astillas de vidrio! Ninguna madre sobre la tierra podría soportar eso. Para una madre las lágrimas de su hija son más dolorosas y dañinas que las pérfidas agujas que una olvida sin querer en los colchones. Afín de evitar la catástrofe, se internaba en la primera confitería de la calle Viamonte y hundía sus delicadas manos en los frascos inclinados con forma de balón de los que extraía alegremente miríadas de gominolas abrillantadas, caramelos media hora con gusto de anís, bananitas rellenas bañadas de chocolate, medallones de menta, en fin, todas aquellas ambrosías con las que siempre soñamos cuando niños, con ellas llenaba decenas de bolsitas de nailon rosa que luego metía en su cartera abultadas junto al animalito de vidrio.

 Aquella tarde al llegar, su hija la esperaba acompañada.

  ¡U, perdón, perdón, mil veces perdón!, ¡cómo pude olvidarme de usted!- la madre de Eliselda se palpaba la frente con un primoroso pañuelo floreado.
 Encantada dijo una voz—. Me llamo Asunción Fernández. Vine encomendada por la agencia
Se descalzó un guante negro bordado al crochet y le extendió una mano desnuda.

Era joven pero olía a perfume antiguo. Su blusa blanca orlada de alforjas y perlitas a los costados ya no se usaba, venía ceñida al talle por una falda tipo tubo marrón, un poco trasnochada también, larga hasta los tobillos que le cubría ambos botines de tacón. Observó incrédula que Eliselda se abrazaba a su cintura como a un cariñoso osito de peluche y no la quería soltar.

Bueno ahora querida, nos dejás un segundito a solas que tenemos que hablar. ¡Ah! Se me olvidaba —agregó después— tomá, acá tenés el animalito que te prometí, ponelo junto a los otros.

Eliselda cogió el pangolín sin decir nada y se fue, con la cabeza gacha y arrastrando los pies, que era su forma de mostrar disgusto. Las dos se quedaron mirándola, desde la salita de estar, frente a un centro de mesa redondo, italiano, que representaba en su interior un árbol poblado de pájaros.

¡Qué bonito es!dijo la voz mi abuela tenía uno igual.
¿Le gustan los pájaros?
Sí, mucho, pero más me gustan las jaulas vacías, es decir sin pájaros.
O los pájaros libres, es decir sin jaulas.

 Ambas rieron con complicidad. La madre de Eliselda había abierto sobre su falda una de las bolsitas de dulces que la otra aceptaba de buen grado.

¿Está usted casada?le ofreció uno.
No y gracias por la golosina...
Pero tan bonita que es, tendra algún novio por ahí... en alguna parte.
— ¡Oh!, ¡no! ¡Qué esperanza! Los hombres no se fijarían en mí, se lo aseguro.
¿Y usted? se apresuró la voz embriagada de un licor dulce  ¿tiene usted marido?
No, tampoco rió afectadamente apurando un bombón ¡pero qué importa!¿quien necesita a lo hombres cuando se está tan bien entre las plantas? se enroscó al cuello una mata de Mona Lisa que le caía sobre el hombro, y pestañeó burlona.

Las dos volvieron a reír copiosamente, era como si se conocieran de toda la vida. A decir verdad, la voz, no se parecía en nada a aquellas institutrices rígidas, acartonadas, que mortificaban a sus niños nada más que con mirarlos. Tenía una sonrisa etérea, angelical, y por si esto fuera poco, Eliselda ya había manifestado feeling desde el minuto uno hacia ella. ¿Sabía francés, la voz? Sabía. ¿Sabía tocar el piano? Como una endemoniada. ¿Sabía tejer, bordar, hilvanar, coser y encima las materias troncales? ¡Sí!, ¡sí!, ¡sí! Todo esto y mucho más sabía la voz porque era una voz muy erudita. Le preparó con mimo una camita en el cuartito del fondo, aquél que pertenecía a su marido, y la voz se quedó a vivir allí en aquella casa para siempre, como una voz encantada, encantada y feliz de haberlas conocido.

¿DE QUÉ COLOR ES MI PELO?

Nos reuníamos casi siempre en aquellas ruinas. Aunque, claro, ella era muy coqueta y a veces se le antojaba de vernos en el salón. Entonces los muros se extendían imponentes, ornados de candelabros de bronce y delicados retratos pintados al óleo, casi siempre de forma oval. El piso era de mármol negro, tan espejado y brillante que daba vértigo mirarlo por la horrible sensación de oscilar en el vacío; ella resurgía de las sombras con sus tacones de aguja y, surcando aquella inmensa vía láctea, me abría la puerta. Pero, también, si se le antojaba no aparecía nada y yo me quedaba largas horas frente a la reja de hierro, mirando los altos y enmarañados yuyos que se expandían detrás, y preguntándome como era posible pasar a través de un camino tan intrincado en el que seguramente anidarían alimañas y víboras.

A veces, y esto sucedía muy a menudo, comenzaba a nevar; entonces un cartero de uniforme gris se acercaba en bici y zarandeaba una campana, justo al costado de la reja. Pero como nadie venía a su encuentro metía la carta en el buzón y se marchaba silbando. Confieso haber leído todas sus cartas una por una hasta las más insoportables. Así me fui enterando un poco de su vida pasada en la que abundaban encuentros y desencuentros con un caballero ruso, tísico, que la llenaban de tristeza y desolación. A mí me sorprendían mucho estas misivas, tan tristes, tan desoladoras, redactadas en su mayoría con una grafía pequeñita, manchadas en ocasiones por la irrupción de una lágrima  que volvía ilegible alguna que otra letra. Siempre que nos veíamos, ella me pedía que se las leyera en voz alta para descubrir algún detalle inusitado de su anterior vida, algún signo delator de su incomprensible presencia.

Una de ellas decía:
Hoy el cielo es de un color nefasto: llueve gris. No tengo ilusión de verte. No, no creo te vaya a ver. ¿Tú crees que es larga mi línea de la vida? Me dijiste un día: "No te preocupes por eso, eso es superchería", pero en tu interior tus ojos sabían, y flotaban oscuros, oscuros siempre abiertos.

En otra carta se leía:
El mal se extiende... ¿Todavía guardas aquel mechón rubio en tu cajita de música? ¡No querrás causarme ese disgusto! Es preciso que lo quemes ahora, y cuanto antes mejor, igual que a su muñeca rubia.

¿De qué color es mi pelo? me preguntó entonces (¡ella justamente ella, la encantadora de espejos!)

¡Cómo!, ¿no lo sabes? ¡Verde! le respondí igual que tus ojos verdes.

Ella no se giró. Continuó de pie frente a la verja acariciando largamente la campana oxidada, aunque sin atreverse a sacudir la soga. Llevaba puesto un vestido de terciopelo carmín, con un pronunciado escote redondo, que entregaba al aire su alargado cuello, blanco, pecoso, y el cabello recogido en chignon.

Al día siguiente, confundida otra vez, olvidada, pero sobre todo olvidando, no apareció. Yo me quedé triste en mi casa mirando  la nieve caer desde mi humilde ventana, hasta que luego se hizo de noche y me fui a dormir. Entonces en la oscuridad de mi cuarto un relámpago iluminó en el aire algo parecido a una silueta de niña que se hamacaba y cantaba. Segundos después, nada, la oscuridad total; y luego otra vez lo mismo, con el estridor del trueno, el aire se cargaba, se electrificaba de golpe perfilando así sus doradas líneas.

Me desperté del todo y salí a pasear, no estaba seguro de lo que había visto. A veces la imaginación y el sueño te la juegan. Por el camino la nieve se iba depositando de a poco hasta formar una blanda y mugida capa que mis pies horadaban con dulzura. Un perro bajo un abeto temblaba de frío galvanizado de nieve, parecía querer resguardarse, pero no se daba cuenta que de las altas ramas caían avalanchas . Me apuntaló un segundo con su hocico húmedo y luego fue desapareciendo de a poco camuflado por la albura. Cerré los ojos y eché a andar era la única forma de encontrarla. En la verja sólo una nota: "Te espero a la madrugada". Fui, como cabía esperarse, la luz había derretido ya los últimos ampos ¿Cómo explicar el resplandor? Hay mañanas anchas, luminosas, pero ninguna como aquélla. Sobre un fino papel de manteca, mi lápiz intentaba captar su silueta y la de la niña jugando, juntas ya, para siempre, bajo un cielo color magenta.

sábado, 4 de junio de 2011

LOS GERANIOS


En mi habitación yo llevaba una vida de monja. A veces me levantaba para regar un geranio y luego me lo quedaba mirando como idiota, sentada desde la cama. Me gustaba mirar como resbalaban las gotitas por la superficie velluda de la hoja contoneando la línea del pecíolo hasta bajar por el tallo. En poco tiempo todo el cuarto se bañaba del aroma de esta flor y eso a mí me daba mucho gusto y también mucho sueño porque la fragancia del geranio da sueño, sobre todo si viene acompañada del aroma frío de la lluvia.
Por las noches acudían a mi cuarto dos señores muy altos que permanecían de pie al costado de mi cama. No me gustaba mirar sus caras, no me atrevía, sentía que estaba siendo mala, aunque ellos sí que me veían ciertamente. Esperaban a que yo me quedara plenamente dormida, para arrastrarme y llevarme hasta el final del pasillo. Allí me manipulaban y me hacían un poco de todo.


    A la mañana siguiente yo me despertaba con el cuerpo angustiado y tenía mucha sed, me arrodillaba delante del altar que acondicioné en el tocador de la abuela, y me bebía el agua de las flores marchitas. Mamá y papá deberían contemplar estos actos tan míos horrorizados desde sus tristes retratos, se habían acostumbrado a que yo fuese la niña obediente que iba siempre a misa a tomar la hostia sagrada y no levantaba nunca la voz. Yo no quería desilusionarles, ¿pero para que engañarse?, uno siempre termina desilusionando a sus padres. Es por el precioso sabor de la angustia que se engaña tan delicadamente, por experimentar esa sensación que aletea en el aire, irisada, demasiado libre quizás, demasiado nerviosa tal vez ¡ay, pero tan intensa, tan conmovedora que por asirla un segundo ya bien vale el resto de la vida! Y eso también lo sabían los dos hombres, que iban y venían con mi cuerpo a cuestas, contentos, como un perro con hueso que mueve la cola. A mí me hubiera gustado mucho estar presente en esos actos, tan irreverentes, tan clandestinos, saber cómo eran. Pero ellos me querían dormida y cuando estaba despierta ni se molestaban, se mostraban tan tímidos y acartonados que eran incapaces de articular la voz.
 
   Un día me abalancé sobre uno de ellos y desesperada le abrí la bragueta. El otro se apresuró por atrás, y amarrándome bien fuerte por el talle tan fuerte que me dolía, me fue arrastrando como pudo hasta tropezar con el travesaño avieso de la cama. Caímos sin darnos cuenta, en posituras innobles, despatarrados, desordenadamente. Entonces él me recompuso como a una muñeca rota y me sentó sobre sus rodillas (yo no me atrevía a mirarle la cara), allí sacó del bolsillo interior de su blazer un precioso pastillero de porcelana china decorado con querubes que contenía en su interior una semilla. Me la puso sobre la lengua y me hizo soñar. Yo soñaba. Los geranios se abrían en mi mente como estrellas, nunca he visto nacer estrellas tan hermosas, eran como rubíes brotando de la noche oscura. Desde entonces y para dormir mejor yo siempre pido una semilla de geranio, con una sólo me basta para ser inmensamente feliz.